Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




martes, 28 de febrero de 2017

Autorretrato


   Cuando tenía doce pensé en la edad que tendría en el año dos mil y me salieron veintiocho. Fui un niño tan enfermizo que debí agotar el cupo e inmunizarme con tanto achaque; ahora de adulto casi ni me acatarro. Me llamo Domingo, como mi abuelo; de él he heredado su nombre y sus orejas de soplillo. De pequeño comía a escondidas leche condensada a cucharadas de la lata que siempre había en la nevera en casa. No siento nostalgia de mi niñez ni deseo de volver a ella salvo en la facilidad que tenía de dormir muchas horas seguidas. Leí La Metamorfosis de Kafka con 13 años. Siempre pienso en el futuro aunque no haga mucho por asegurarlo. No me gustan los bancos; guardo muy poco dinero en ellos y no les pido préstamos que me aten de por vida. No tengo novia, ni casa, ni coche, ni perro. Vivo al día y viajo ligero de equipaje. Solo pesan en mi vida mis libros, en mis mudanzas y en mi conciencia. Quiero a mi familia y a mis amigos pero me gusta mantener mi espacio, en la distancia también me importan. Me gustan las chicas de piernas largas. Cada vez aprecio más el silencio, por eso asesinaría con gusto a mi vecina de arriba. No soy ambicioso ni compito con nadie. Me encantan los animales y sufro si les hacen daño. No puedo salir de casa sin hacer la cama, ni irme a dormir sin dejar lavados los platos. Cuando me preocupa algo salgo a caminar sin rumbo hasta que el cansancio de mis pies libera a mi cabeza. Me encantan los viajes cortos, después de una semana echo de menos mi cama. He firmado para que declaren a la Cuesta de Moyano, patrimonio de la Humanidad. Me encantan las sopas de fideos, incluso en verano, como a la madre de Mafalda. Siempre voy en vaqueros. No entiendo a la gente que espera veinte minutos al autobús para bajarse dos paradas después. Si te oigo decir que algo te mola mazo te doy con uno en la cabeza. Siempre que vuelvo a Milán siento que vuelvo a casa. Cuando veo a mi ahijado construir cosas con su Lego, yo recuerdo cuando hacía lo mismo con el Tente. No voy a los bares cuando hay fútbol. Me gustan los trasteros para mis fantasías eróticas. Me deprime quedar con mis amigos y sus hijos en plan familiar. Me gustan las albóndigas de mi madre. Cuando voy en bicicleta me gusta subir cuestas pero me da miedo bajarlas. Echo de menos el pueblo de mi ex. Cada año dicen en mi empresa que será el último, y así llevo catorce años trabajando en el mismo sitio. No juego al pádel. Tengo todos los discos de Bruce Springsteen. Casi no llamo por teléfono con mi móvil. Adoro la Feria del libro. Me gustan las películas antiguas italianas de Don Camilo y el honorable Peppone. Cada vez voy menos al rastro. Me gusta oír la radio por las noches. Nunca me he afiliado a ningún partido. Si no madrugo los domingos, siento que no he aprovechado el fin de semana. Soy padrino de dos niños: de una de mis sobrinas y del hijo de mi mejor amiga. No soy caprichoso. No se cocinar y cuando veo programas de cocina por la televisión, cambio de canal. Juego con mis sobrinas al coche amarillo. Odio la pana. No me acuerdo de lo que sueño, aunque siento que sueño porque noto que mi cabeza bulle. Me encanta visitar catedrales. No tengo carnet de conducir ni intención alguna de sacármelo, y sin embargo me encantan las carreras de coches. Me gusta la pintura abstracta. No me gusta comprar por internet. Me gustaba más donde estaba antes la estatua del Oso y el Madroño. Si escucho una conversación ajena en el metro o en un bar me siento incómodo y trato de abstraerme. No me gustan las camisas de manga corta. Un dos tres, escondite inglés, me fascina ver a los críos jugar todavía a eso. Solo me gusta la mortadela si lleva aceitunas. Si quedamos en el Museo del Prado, te espero en la sección de cuadros de El Greco. Cada vez que veo una mariposa blanca me acuerdo de mi abuela. De niño no quise ser astronauta, sino médico, hasta que un día vi un accidente de tráfico y la sangre y los gritos de los accidentados me quitaron la idea de la cabeza.Cuando me jubile y tenga todo el tiempo del mundo, solo espero mantener las mismas ganas de leer que ahora tengo: de mayor quiero ser lector.

domingo, 26 de febrero de 2017

Visitar al verdugo

 Aquella tarde al salir del colegio estaba exultante. Mi madre estaba esperándome a la puerta. La razón era simple, tenia que acompañarme a la tienda donde estaban dando los últimos ajustes al que sería mi traje de comunión. En apenas unas semanas llegaría el domingo tan esperado. La emoción, los nervios, estrenar el traje, pensar en qué me regalarían... Si tuviera que decir alguna etapa de mi vida que fuese especialmente  dichosa, seguramente esta sería una de ellas.

 Sin embargo cuando llegamos a casa la alegría de repente se tornó en preocupación.  Mi hermano mayor, que estaba sólo en casa con mis otros dos hermanos pequeños, nada más abrir la puerta mi madre, nos saludó con mensaje escueto: "han disparado al papa ".

 Se borró de ese modo mi alegría y mi sonrisa; aquella  tarde del trece de mayo del ochenta, fue una tarde de radio, esperando noticias sobre la vida de un hombre mayor del que se temía que no lograse superar las heridas que tres disparos realizados por un tal Mehmet Alí Ağca le habían infringido, especialmente la de la bala que le alcanzó en el estómago. Con aquella incertidumbre llegaron las noticias del Telediario, donde las primeras imágenes del magnicidio ponían los pelos de punta al observar con qué impunidad el asesino habia ejecutado su plan en mitad de la muchedumbre.

 Pasaron los días, las semanas y yo hice mi comunión y aquel hombre salvó, casi contra todo pronóstico la vida, según él gracias a la intercesión de la Virgen de Fátima, cuya festividad es el trece de mayo. Después de aquello aquel papa polaco vino a España y como si fuera un grupo de música llenó el Bernabeu hasta los topes alzado en volandas  por aquel grito  Totus Tuus . Era sin duda  un hombre excepcional, cercano, hasta el punto de asombrar al mundo con la visita que haría poco después al que había pretendido ser su verdugo, apenas dos años antes, en la Plaza De San Pedro.

 Nunca entendí aquel gesto. ¿Cómo puede perdonarse a quien ha intentado matarte? He visto muchas veces la escena de Wojtyla y Ağca hablando cogidos de la mano detrás de las rejas de una celda oscura y siempre me he preguntado qué puede mover a alguien a querer comunicarse cara a cara con quien ha atentado contra lo más valioso que tenemos, como es la vida propia. ¿Sería capaz yo de hacerlo?, ¿Sería capaz de asistir a un encuentro como los que se organizan entre familiares y víctimas y los terroristas de ETA?

 Me he acordado de Wojtyla y su calvario cuando se ha conocido el último episodio del lamentable asesinato de la joven sevillana Marta del Castillo. En lo que es un gesto de desesperación por cerrar de una vez este caso, el padre de la víctima ha acudido a la cárcel para hablar cara a cara con el asesino de su hija, y preguntarle donde está el cuerpo, única manera de proporcionar descanso a una familia sometida a una destrucción emocional total. Preguntado a la salida del presidio, y tras dar cuenta de lo hablado, el padre confesó que al despedirse le había dado la mano a Carcaño para despedirse.

 Dicen que el perdón engrandece. Detrás de muchas de estas actividades hay un fin terapéutico que persigue asimilar el hecho y pasar página, afrontando la realidad ante quien atentó contra la integridad y la vida de uno mismo o de un ser querido. Sea por una cosa u otra es la mente humana la que gestiona emociones y sentimientos, que unidos a la memoria y los recuerdos son la base que nos articula como personas, aunque a veces lo haga de una forma verdaderamente inexplicable, al menos para mí.

jueves, 23 de febrero de 2017

El mostrador

 Incontables las veces que mi madre me envío a hacer algún recado. Era muy simple. Consistía en coger el dinero en una mano, normalmente algunas monedas, y en la otra la lista de cosas que había que comprar. Si esas monedas eran un billete, eso te obligaba a llevar el dinero bien guardado en la mano con el puño bien cerrado, como si ese medio fuese más efectivo que guardar el dinero en los bolsillos, porque, aunque parezca mentira, ya en aquella época hacían pantalones con bolsillos. De esa guisa, con los puños bien cerrados como si me fuese a pegar con alguien, andaba yo diligente de camino a la tienda, o ventita, como decíamos entonces.

 Los distintos cambios de casa hicieron variar la tienda de los recados, que no los encargos, normalmente cosas necesarias para la comida o la higiene diarias. Pequeñas compras, que se hacían como a mordiscos, de vez en vez, muy alejadas de las grandes compras de carro hasta los topes en el supermercado o gran superficie, concepto de compra que las economías domésticas asimilarían más tarde. Muchas de las veces la tienda ni siquiera era un local acondicionado para ello. La entrada de la casa, cuyo zaguán se prestaba por dimensiones, se habilitaba de local, con sus estantes, mostrador, y las inolvidables básculas, aquellas que con un juego de pesas de varios tamaños ayudaban a determinar el peso de lo que se adquiriese. 

 Eso que ahora llaman minimalismo, era algo ajeno al decorado de aquellas tiendas: cajones, tarros, estantes llenos de cajas de galletas o de conservas, ristras de ajos o embutidos colgados de ganchos... Las primitivas tiendas de ultramarinos ya aparecían en esos primeros establecimientos, surtidos muy póbremente si los comparásemos a las tiendas de hoy, pero que entonces, ya fuera por la aglomeración, o por la disposición de todo lo expuesto, daban la sensación de albergar un auténtico arsenal de viandas. Comestibles que además de entrar por los ojos lo hacían por la nariz, con esas mezclas de olores que combinaban el jabón Lagarto con el bacalao en salmuera o los jamones, siempre estratégicamente colgados.

 Mis ojos de niño de los recados sin embargo siempre reparaban en el mostrador. Al principio porque mi corta estatura apenas si me hacía ver más allá, obligando al tendero a ponerse de puntillas para mirarme y preguntarme qué quería; con los años la estatura cambio mi ángulo de visión y a los adornos del frontal del mismo, la mayor parte de las veces un mueble de madera, mejor o peor decorado, se sumó la encimera unas veces de plástico,  otras de mármol con aquellos montones de papel de color gris, basto y áspero que enjugaban tan bien la grasa de los embutidos o el agua de los pescados al envolverlos. Con el tiempo esos viejos mostradores dejaron paso a las cámaras frigoríficas acristaladas con visión de su interior, que además de mejorar la higiene, y de servir de expositor, daban al entorno un aire de modernidad que casi era la mejor publicidad para el negocio.

 Mostradores. Siempre fueron como una especie de límite. Una barrera que marcaba la relación entre cliente y tendero. Una especie de atalaya desde la que el vendedor hacía realidad los deseos del comprador, por minúsculos que estos fueran. Y paradójicamente aquella barrera era en realidad una vía de comunicación, de atención tal que convertía al cliente desde el momento en que entraba por la puerta en protagonista, en centro de atención. 

  Hoy las tiendas no tienen mostradores, son espacios abiertos donde las estanterias y sus productos se ofrecen sin limitación. El viejo tendero ha sido sustituido por alguien normalmente apático y empleado a tiempo parcial y el famoso mueble de madera que hacia las veces de mesa de intercambio de productos por dinero apenas si se ha reducido a una mínima superficie donde leer los códigos de barras. El vínculo de entonces se suple con la sensanción de abundancia y agilidad que tiene hacer la compra hoy día. El tiempo pasa, y con él los hábitos, que no entienden de nostalgias.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Zelandia



Es cosa de simples nombres.

Para el maorí sería Te Ika-a--Māui, en su parte norte.
Te wai pounamu si se refiere a la isla sur.
Hasta que llegaron los europeos,
siempre sedientos y ávidos de asentamientos.
Españoles y holandeses dejan su impronta,
antes de que Cook se haciera con el lote completo.
Staaten Land quiso bautizarla el padrino del demonio,
primer europeo en poner alli sus ojos,
pero el poder de los mapas terminó por darle otro designio,
el de servir de homenaje a la vieja Zelanda, la holandesa.

Durante siglos la vieja y nueva Zelandas han vivido aisladas,
sin mas conexión que la historia y la toponimia.
Nuevos cartógrafos han descubierto que no hay dos Zelandas sin tres,
si bien esta nueva es tan magna,
que todo un océano  ha de cubrirla para entender su inmensidad.
El mundo austral es desde ahora menos isla y más continente,
y el viejo mundo vez descubre, una vez más,
que sí hay algo nuevo bajo el sol,
aunque para ello haya que traspasar las refractarias aguas saladas,
de las que solo emergen la Caledonia y la Zelanda, nuevas.

Es el poder de los mapas y de quienes los trazan,
cartógrafos que a modo de conquistadores,
abren nuevos horizontes y nuevos mundos,
sin más acciones que las de la observación.

La tierra es un poquito mas grande,
gracias a Zelandia.



martes, 21 de febrero de 2017

Orwell

 Orwell está de moda. Aunque tal vez sería más justo decir que no ha terminado de irse nunca. Su literatura profética, convierte a ese autor en un bien necesario del que tirar cuando las cosas parecen venir mal dadas y el Gran Hermano parece estar más presente que nunca en nuestras vidas. Lectura como remedio a la neurosis colectiva que la elección de Trump al frente del gobierno de los Estados Unidos parece haber generado, disparando las ventas de su más conocido título 1984. 

 Pero Orwell también está de actualidad en España. Nuestro Orwell, aquel que vino en plena Guerra Civil, que se alistó en las filas del POUM y acabó combatiendo del lado republicano en el frente de Aragón. Aquellas vivencias quedaron reflejadas en un libro, Homenaje a Cataluña, que ya fue motivo de comentario en este blog, y que a día de hoy sigue siendo el libro más venido sobre la contienda fratricida española. Ojos observadores que tomaron parte de aquello que aún hoy mantiene enfrentado a determinados sectores de un país que no sabe ni quiere digerir hechos y males pasados.

 Desde el pasado día dieciséis, en Huesca, ciudad a la que nunca llegaron ni Orwell ni las milicias en las que se enroló, puede verse la exposición  Orwell toma café en Huesca, que trata de conmemorar la presencia del escritor británico en España, a través de una muestra que recorre todos sus pasos: Su llegada a Barcelona, el traslado a las trincheras de la sierra de Alcubierre, donde resultó gravemente herido por un disparo en el cuello; su estancia en el hospital de guerra del Pueyo, en el término de Barbastro y su definitiva salida del país por Port-Bou. Las dos únicas fotografías que se conservan de Orwell en España son uno de los grandes atractivos de esta muestra que permanecerá abierta tantos días como estuvo el escritor en el frente de Aragón: del 17 de febrero al 25 de junio, fecha en que fue evacuado al caer herido.  

 Tras la toma de Siétamo, con la intención de mantener alta la confianza y la moral entre los soldados, cuya euforia poco podia durar con las penosas condiciones de vida en las trincheras, escasas de armas, munición y pertrechos con los que combatir el frío, algo de lo que se hace eco Orwell en su libro, el general al mando dijo: Mañana tomaremos café en Huesca. Al visitante le llamará la atención ver una mesa de mármol vacía, con un café dispuesto para ser tomado, que se hace eco así de aquellas tan poco premonitorias palabras; y como si de reparar ese hecho se tratase, quien si ha tenido la oportunidad de tomarlo, ochenta años después, ha sido su hijo, Richard Blair, que junto al hijo del comandante Klopp a cuyas órdenes sirvió Orwell, han sido invitados a la exposición.

 
 

lunes, 20 de febrero de 2017

Una vuelta por el centro

 Otro domingo más de vuelta por el centro. Otra quedada para ir a comer y tomar algo por la tarde y una vez más el punto de encuentro es  la estatua del Oso y el Madroño. Es lo habitual quedar ahí o en el kilómetro cero, pero las aglomeraciones de turistas y no tan foráneos con la intención de sacar o sacarse fotos delante de uno u otro sitio hacen aconsejable poner un poco de distancia del punto de reunión. Aun no me hago a la idea de su nueva ubicación, justo al final de la Calle Alcalá que es la entrada a la Puerta del Sol. Acostumbrado a verla en el límite entre la plaza  y la Calle del Carmen, aún sigo sin entender su nuevo emplazamiento. Incluso me da miedo que algún tipo despistado se salga de la calle con su vehículo y se la lleve por delante, aunque para eso antes tenga que pasar por encima del puesto de bicicletas que han puesto delante. Dice la gente mayor que esa fue su ubicación orginaria en una plaza que aunque mantenga siempre su esencia no deja de sufrir cambios: El cartel de Tío Pepe, la construcción del tragabolas donde en tiempos hubo un pequeño intercambiador de autobuses junto a una estatua de la Mariblanca, y que es la via de acceso que te sumerge en las profundidades de la ciudad con su nueva linea de cercanías o la estatua de Carlos III colocada en mitad de la plaza por mayoría popular a mediados de los noventa.

  Está concurrida a esa hora. Siempre lo está, más si se trata de un domingo, pero parece que esta vez hay más trajín del habitual. A una manifestación en la que abundan banderas de Comisiones Obreras, se une un coro de mariachis que tocan rancheras cerca de la Calle Preciados. Toda una legión de gitanas con sus ramas de romero se lanzan a la caza y captura de algún despistado, mientras que Bob Esponja y sus globos o alguna de las estatuas humanas caraterizadas con personajes diversos esperan quien quiera sacarse una foto en ellos. Bolsas y más bolsas vuelan sujetas por sus asas, de la mano de sus nuevos propietarios, que caminan entre los presentes dando colorido. Al lado de la puerta del tragabolas esta instalada una mesa de votación donde los vecinos que se hayan apuntado pueden votar a las iniciativas que propone el Ayuntamiento. Segways haciendo slalom entre los viandantes o los que estamos parados, pendientes de ver entre la multitud a nuestra cita, y mientras entrado y saliendo constantemente gente de la tienda de Apple que por momentos parece tener más publico que los vomitorios del metro y cercanías.

 Parece mentira que una plaza como la de la Puerta del Sol pueda dar cabida a tanta gente que accede a ella desde cualquiera de sus calle adyacentes: Carretas, Correo, Mayor, Arenal, Preciados, Carmen, Montera, Alcalá o  San Jerónimo, aunque lo que realmente me admira es que, sin quererlo es espacio de encuentro y de disensión. de homenajes y de críticas. de celebraciones y protestas, de procesiones de semana santa, carreras deportivas, zona de paso de rebaños como parte de cañada real...

  Para cualquier cosa que se le ocurra a uno es buen sitio para estar. Es un punto de encuentro con mayúsculas. Vengamos a lo que vengamos, todos tenemos cabida en ella.

viernes, 17 de febrero de 2017

Noches en blanco

 Cinco noches en blanco. Así es como va la semana. Tengo tanto sueño que me cuesta fijar la vista mientras escribo. Cinco noches. Cuento ya la de hoy, aunque aún no haya llegado y sea la noche de viernes.

 No me fio. No por ser víspera de fin de semana uno va a calmarse, o a quitarse el come come de los cambios en la empresa. Necesito dormir. Tal vez unas cervezas con los compañeros, que comparten mis preocupaciones, sea la forma mas limpia de alimentar un sueño reparador. Lo necesito. 

Unas veces por trabajo, otras porque incompresiblemente sigo echándote de menos, ahora que va a hacer dos años que los dejamos; son muchas las noches en que el sueño no viene a acompañarme. 

 Ya que mis dias son cada vez más largos, tal vez sea hora de replantearse quehaceres y rutinas. Y que tantas horas de vigilia  no sirvan solo para alimentar melancolías y preocupaciones, a fin de cuentas el día es siempre luz. Sólo es cuestión de darse cuenta.

jueves, 16 de febrero de 2017

Cuestas

 Cuando monto en bici me gusta subir cuestas, pero me da miedo bajarlas.  Prefiero el esfuerzo al riesgo, la angustia del dolor de piernas y del resuello que me falta a la adrenalina que supuras cuando notas el aire en la cara. La obligación auto-impuesta de mantenerte encima del sillín, sin echar pierna al suelo que la ligereza que da el regular la velocidad sin más limite que el que impogas con los frenos.

 A veces pienso que mis paseos en bicicleta son como una proyección de mi propia existencia. y me pregunto por qué me incomoda la comodidad, por qué me gustan los caminos más tortuosos, sin importarme ni cuándo ni cómo llegue. Ya cuando era niño prefería jugar al fútbol con los malos en el patio, no me gustaba que me escogieran los mejores; era como un reto intentar ganarles cosa que nunca conseguiamos. 

 Tal vez sea eso. Cuestión de retos. Retos dificiles, a veces inalcanzables, pero retos al fin y al cabo. Quizá descubri desde muy pronto cual era el secreto de mi felicidad, que no está en llegar a la meta, sino en sentir que estoy en el camino para llegar a ella.

miércoles, 15 de febrero de 2017

La mesa camilla

 Es uno de los grandes recuerdos de mi infancia, la mesa camilla que había en la casa de mis abuelos, junto a la cual viví momentos felices e inolvidables.

 Estaba justo a la izquierda, según entrabas en aquella estancia que hacía las veces de salón, comedor y cocina, todo en una pieza, sin tabiques o muebles que crearan espacios separados. Ocupaba un rincón, justo debajo de la radio antigua, que nunca escuché funcionar y que encaramada en un estante era el único adorno de aquellas paredes lisas pintadas de azul claro, junto a algún calendario del año en curso. Con su tarima, sujeta a las cuatro patas por diversos remaches y su agujero en medio para colocar el brasero de picón que con tanta maña preparaba mi abuela en el balcón todas las mañanas para enfriarnos en las duras noches de invierno, quedaba cubierta por una colcha cuyos faldones levantábamos para meter las piernas, junto a un hule que a su vez la protegía del día a día de desayunos, comidas y cenas.

 Al calor de aquellas brasas de picón, que tardaban tanto en consumirse, un brasero daba para un día y a veces quedaban rescoldos suficientes como para usarlos en otro nuevo, se motaban las tertulias más diversas que uno pueda imaginarse; eran  muchas las horas que sentados pasábamos en aquellas sillas de mimbre arrimadas al fuego como sus ocupantes; un fuego de pobres ante la falta de chimenea u otro medio más moderno de calefacción. Ya fuera acompañando a las comidas o simplemente viendo la televisión, aquella mesa camilla era testigo mudo, de asuntos domésticos, cotilleos sobre la vida de los vecinos, disputas políticas, partidos de fútbol, programas de música...

 Una de esas veces, una de las pocas que seguramente que recuerde que estuviera la televisión desconectada, aprovechando la visita de un vecino para tomar café, la conversación acabó derivando en la Guerra Civil. Aquello gustó a mi abuelo, que vio en ello una oportunidad de contar sus experiencias, sabedor de que atraería para sí toda la atención de cuantos estábamos sentados a esa mesa: mi abuela, mi hermano mayor, mi vecino, él y yo. No ahorró detalle alguno al contar como lo reclutaron para ser conductor de un general que según se sentó en la parte trasera del vehículo que le habían asignado, le dio la orden de partir hacia el Frente de Asturias, para matar rojos y conquistar aquello, según sus propias palabras. Acabada la campaña del norte, con su regimiento, se dirigió al frente de Aragón para recuperar Teruel, para acabar participando en la Batalla de Brunete donde una vez más volvió a acordarse del frío, las trincheras y la escasez del rancho que les hacían llegar. Eliminada toda resistencia en el interior y una vez abierta la brecha que separó por el Mediterráneo, al ejército republicano de sus principales plazas, Valencia y Barcelona, el último servicio que prestó mi abuelo al ejército franquista fue la de ayudar a limpiar con toda la crueldad del mundo decenas de pueblos de La Mancha, mayoritariamente de la provincia de Ciudad Real, en una operación que eliminó a decenas de considerados indeseables, que en no pocas ocasiones terminaron delante de un pelotón de fusilamiento. Movidos por el rencor y el odio, cientos de familias sufrieron la aniquilación de algunos de sus miembros por el simple hecho de caer sobre ellos sospechas, o ser objeto de denuncias por parte de vecinos cuya inquina y rencor no conocian de misericordia alguna. Otros más afortunados acabaron en campos de trabajos forzados, ofreciendo mano de obra casi gratuita a alguno de los faraónicos proyectos con que el Caudillo quería comenzar la reconstruccion del país.

 Aquel niño de apenas ocho años que era yo, oía con fascinanción el relato limpio, contundente y sincero de mi abuelo. Me emocioné con él, como lo hicimos todos, cuando contó el momento en que volvió a abrazar a mi abuela, que casi dos años después supo de su marido, con el que apenas llevaba casada cinco años. Lágrimas de alegría de saber con vida al padre de mi madre, del que nadie supo decirle si estaba vivo o muerto en todos esos meses. Tan aterrado quedó con la experiencia, que a la vuelta a casa, mi abuelo decidió no pasar por el gobierno militar, para dar constancia de que había sobrevivido, como era obligatorio para todos los soldados al volver del frente. Tras dejar pasar unos días decidió volver a su puesto de trabajo, y así, como si no hubieran pasado tres años de guerra, se reincorporó a su puesto en la Diputación, donde algunos de los que estaban antes le dieron la bienvenida, y en donde sus superiores decidieron indultarle el feo gesto de no haber cumplido el trámite de pasar por la instancia militar antes de la civil para comunicar que seguía vivo. Como el decía, estuve muerto para los civiles, pero muerto para los militares; nadie nunca le comentó nada y así sin más, continuó con su vida, en unos años, lo de la posguerra que trajeron hambre y piojos a un país que no supo de comodidades en al menos veinte años.

 Todo lo que contó aquella tarde y noche, con aquel solitario café que nos cundió para varias horas, podría haberse terminado así, pero el abuelo tuvo que contestar a una pregunta que su nieto de ocho años, así sin venir a cuento le soltó:

- Abuelo, ¿ Has matado a alguien?

 Su cara era todo un poema. Apenas entreabrió la boca para intentar farfullar algo. De repente dejó de mirarme y sus ojos se perdieron, fijando la vista en algún punto que no estaba en aquella estancia ni en aquella casa. Y así durante unos segundos que se hicieron eternos mantuvimos todo ese silencio sepulcral, que solo él se atrevió a interrumpir para contestarme:

- Yo disparé a donde había gente... Varias veces... Pero no se si le acerté a alguien...

 Como si de un naufragio se tratase, el vecino invitado soltó un clásico, "bueno yo ya me marcho" dándose por terminada aquella tarde de café y de historia alrededor de la mesa camilla. Nunca más volví a hablar con mi abuelo sobre la guerra, pero jamas olvidaré aquellos ojos perdidos, vidriosos y aguados en lágrimas que no supieron o no quisieron contestarme. O tal vez si lo hicieron, porque hay cosas que no hay palabras que puedan describir.

martes, 14 de febrero de 2017

Me acuerdo...



Gusto

1.- Me acuerdo de la época en que siendo muy niño a mi madre le dio por darme para desayunar, un mejunje hecho a base de yema de huevo, azúcar y un chorrín de vino Málaga Virgen, un día sí y otro no. 

2.- Me acuerdo de los chicles de fresa marca Boomer  y de su envoltorio con un personaje super héroe de color azul y brazo extendido.

3.- Me acuerdo de las croquetas de mi abuela, de pollo, de pescado y de sobras de cocido.

4.- Me acuerdo del sabor de aquel cigarro negro, marca Tres Carabelas, que fue el primero que fumé en mi vida.

5.- Me acuerdo de Marrakech y de sus gatos cada vez que como algún plato que tenga comino.

Tacto

1.- Me acuerdo de la primera vez que toque la piel de un reptil, cuando pescamos casi sin querer una culebra de agua. Nos pasamos un buen rato mirando y tocando las escamas del pobre animal muerto.

2.-  Me acuerdo del tacto de aquella bufanda de cashmere que me regalaron en un cumpleaños y que perdí después de una mis mudanzas al cambiarme de piso.

3.- Me acuerdo de su pelo y de cómo me encantaba acariciarlo mientras dormía recostada sobre mi pecho. 

4.- Me acuerdo de la textura rugosa y húmeda de la lengua de mi perrita Diana, que me comía a lametazos cuando volvía a casa.

5.- Me acuerdo de mi viejo pijama de algodón que tuve que tirar con todo el dolor de mi corazón después de tantos años.

Oído

1.-  Me acuerdo de la primera vez que escuche Dancing on the ceiling de Lionel Richie. Siempre que la escucho me recuerda a la playa.

2.- Me acuerdo del rumor del riachuelo que pasaba al lado del albergue de peregrinos en Salas. Consiguió que no pegara ojo en toda la noche.

3.- Me acuerdo de la primera vez que alguien me llamó señor… ¿Señor, cómo que señor?, le dije a un crío de no más de doce años que me preguntaba la hora.

4.- Me acuerdo de aquella noche en el Back Stage, en que estalló un extintor. Entre aquella masa de humo blanco irrespirable, oía los gritos de la gente mientras yo agarraba el bolso de mi amiga y accionaba el mecanismo de la salida de emergencia. 
 
5.- Me acuerdo del sonido de aquel programa de radio, los domingos por la tarde, y de los gritos de los locutores cada vez que marcaban un gol.

Vista

1.-  Me acuerdo de mi primer reloj, un Casio digital de correa de goma negra.

2.-  Me acuerdo de la primera vez que vi las Torres Kio y de lo enano que me sentí debajo de una de ellas a pesar de que las dejaron a medias.

3.- Me acuerdo de la primera vez que vi El pórtico de la Gloria en la Catedral de Santiago. Estaba tan excitado que pretendía verlo en la fachada exterior del Obradoiro,  Si me llega a ver mi profesora de Historia del Arte de C.O.U.…

4.- Me acuerdo de V, la serie de televisión de los años ochenta, cada vez que veo un ratón.  

5.- Me acuerdo de la única vez que vi un Concorde de cerca. Fue desde la ventanilla de un avión que realizaba la maniobra de aproximación a la pista de despegue en un vuelo a Milán.

Olfato

1.- Me acuerdo del olor en verano, cuando salía de casa de los geranios y demás plantas que tenía mi vecina en su ventana del bajo; daban una sensación de frescor maravilloso al ambiente.

2.- Me acuerdo de lo mucho que de pequeño me gustaba el olor del aguarrás y de la gasolina.

3.- Me acuerdo de ella cada vez que huelo su pañuelo, aquel que dejó olvidado en mi casa y que guardo en el armario, escondido tras una pila de jerséis. 

4.- Me acuerdo del olor de aquel pan recién hecho que compramos en la tahona de un  pueblo de Extremadura cuando fuimos a visitar a mi hermano.

5.-  Me acuerdo de la nave de entrada a la cripta del Valle de los Caídos. Era como un túnel con aquella luz tan tenue. No sabría describir a que olía en su interior; era una mezcla de cirio, humedad… Olía a miedo.