Era el último
acto; la comida familiar presidida y bendecida por el obispo cardenal pondría el
colofón al conjunto de reuniones y actividades, que bajo la denominación de VI Congreso
seglar por la fe y la verdad, llenó durante casi setenta y dos horas toda
una planta del hotel, repentinamente ocupada por sotanas, rosarios, capelos
cardenalicios, jaculatorias y penitencias, todos aderezados de un intenso olor
a incienso y a cirio.
Sesenta
mesas redondas de doce comensales cada una, dispuestas a lo largo del salón. La
que hacía de mesa presidencial tenía forma rectangular y se había colocado a un
lado del estrado, visible, no solo por su emplazamiento, sino por el color del
mantel, púrpura, que contrastaba con el color crema de las demás mesas. Como
única ambientación junto al atril de los discursos, una cruz de madera de ébano
de al menos dos metros que acompañaría a
quien disertara durante el almuerzo.
Repaso metódico de cubiertos, platos, copas, servilletas... Dos tarjetas
a cada lado de cada cubierto, una con la invitación al evento, detallando los
intervinientes en el acto, y la otra con la configuración del menú estaban
preparadas y en su sitio.
Martina la
coordinadora, repasaba todo con una mirada rápida antes de dar un último
vistazo a los camareros. En formación, rígidos y con la mirada al frente, controlaba
cuellos y puños, pajaritas y litos, mientras les decía unas últimas palabras,
que sonaron suaves pero firmes, como si fuera un general frente a sus tropas, mostrando
quien llevaba el mando en aquella refriega. No
olvidéis que vendrá gente importante, les dijo al tiempo que colocaba a cada uno en su sitio. Después de muchos meses de organizar
actos menores, incluso piñatas infantiles en aquellas instalaciones, este
congreso era la oportunidad de desquitarse y de captar nuevos eventos, con la
publicidad que siempre generaba un trabajo bien hecho.
Dos minibuses
aparcaron en la puerta del hotel y de ellos bajó una marabunta de niños, mezclados
con monjas de hábito. Pasaron de largo de las bandejas de bebidas. Nada de refrescos por favor, dijo un
señor de unos cincuenta años, engominado hasta el extremo y de riguroso traje
negro, cuya orden fue inmediatamente asumida por la numerosa prole, que se
comportaba como si todos fueran sus hijos. Vestidos igual, ellos con jersey de
pico y pantalones de pana cortos, dejando al descubierto las canillas ateridas por el frio de enero y ellas con vestido estampado con florecillas
y lazo rojo en la cabeza, tan grande que parecían monas de pascua, entraban
mirando de reojo a las bebidas, libando, soñando con tomar un refresco que la
mirada inquisidora del Torquemada engominado,
borraba de sus cabezas.
El resto de
invitados siguió su lento pero constante trasiego. Ancianas señoras con sus
mejores galas, militares de pecho cuajado de condecoraciones… el aire rancio de
tocados y complementos parecía ajustarse al protocolo católico de aquellos a
los que precedían. Al poco aparecieron los primeros miembros de la curia, con y
sin fajín, acompañados de un numeroso séquito de colabores, donde
imperaba el mismo riguroso color oscuro. Junto a la puerta que daba entrada al
salón comedor, Martina observaba como uno de los ministros del gobierno
aparecía acompañado por un empresario habitual de la prensa rosa. La mueca de
sorpresa que le produjo a Martina ver al personaje en una reunión así quedó
pronto mitigado por la aparición de un guardaespaldas del ministro que preguntaba
cuándo se cerrarían las puertas del salón, que quedaría herméticamente cerrado
como si de un cónclave para elegir papa se tratase.
El banquete
transcurría sin incidencias, amenizado por la ronda de oradores que mezclaban
deseos de recogimiento espiritual con chistes inocentes y absurdos, solo
risibles para iniciados. Con los entrantes y primeros platos ya finiquitados, empezaba
la batida de los segundos, cuando de repente algo vino a quebrar la paz del
convite. Uno de los
camareros, resbaló con unas canicas que algún travieso anónimo había tirado al
suelo. Eso hizo trastabillarse a Alberto, que así se llamaba el infeliz, que
por más que quiso no pudo evitar que el contenido de su bandeja se fuera al
suelo con él. Repleta de alitas de pollo y costillas asadas, estas acabaron
esparcidas sobre el brillante suelo y
junto a él un ramequín repleto
de salsa barbacoa.
Rebotando
contra el suelo, una y otra vez, como si de una pelota de tenis se tratase,
gracias al material plástico de que estaba hecho; aquel bol de mediano tamaño
fue describiendo una parábola majestuosa, una órbita irregular, que en apenas
un instante pasaba del perigeo, el suelo donde yacía la bandeja y su contenido
desparramado, al apogeo, que sobrepasaba con creces el metro de altura, por
encima incluso de las mesas. No conforme con eso, la órbita además de irregular,
tenía unas dotes de increíble motricidad, desplazando al ramequín volador entre las mesas, como si todas las leyes de la
física que explican el movimiento y la inercia se concentrasen en aquel punto.
Un movimiento tan grácil, tan pletórico, tan anárquico que en medio de tan ordenado
conclave no podía hacer otra cosa que dejar una huella indeleble entre los
asistentes al espectáculo, algo de lo que se encargó la salsa barbacoa, que alegre
y espontánea, pedía a botes asilo, encontrándolo primero en los manteles color
crema, y más tarde en las faldas y zapatos, sin escatimar esfuerzos en dejar su
impronta en blusas, corbatas y condecoraciones marciales.
Martina
invirtió las siguientes dos horas de su vida en malgastar Cebralín y en pedir teléfonos a los damnificados para mandar ropa a
la tintorería, acompañados de mil disculpas. Cuando despidió al obispo dándole
las gracias, y tras pasar a ver cómo estaba Alberto, que desconsolado, ni se
atrevía a mirarla cuando le hablaba para darle ánimos, se sentó derrengada en
un taburete del bar, y pidió a Lorena que le pusiera un pelotazo. Una sola idea
ocupaba su cabeza mientras daba buena cuenta de aquel whisky con soda: pedir un
cambio de menaje en cocina. Nada de plástico. Loza que sea todo de loza, de
algo que se rompa si se cae al suelo, por favor…
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