Eulalio
llevaba más de cinco meses sin recibir un pedido. Aquel oficio aprendido de su
abuelo y que practicaba en su tiempo libre, terminó por convertirse en su medio
de ganarse la vida. Comenzó disecando palomas, a veces algún conejo, hasta que
un vecino, aficionado a la caza, descubrió su afición, y empezó a llevarle piezas
cobradas en alguno de sus madrugones de domingo de veda.
Su trabajo
exquisito, impecable, de un realismo sorprendente, no dejó indiferente a los
miembros del coto de caza al que perteneciera aquel convecino. Su fama como
taxidermista fue acrecentándose casi sin querer, hasta el punto de obligarle a
abandonar su trabajo, como conductor de un taxi. Las doce horas de volante
diarias, no le proporcionaban ni de lejos los pingües beneficios que el arte de
embalsamar le dejaba. Así se convirtió en habitual de monterías de fin de
semana, asistiendo como invitado, junto al veterinario de turno que certificaba
la condición de apta para el consumo de la carne de aquellas piezas que se
abatían. Por sus manos, pasaban perdices, codornices, zorros y algunas piezas
de caza mayor, como venados y jabalíes. Uno de estos últimos suponían muchas
semanas de trabajo, pero a mayor esfuerzo, mayor era también la compensación
económica que llegaba a su bolsillo.
Cuando sonó
el teléfono a primera hora de la mañana, Eulalio pensaba que era el director
del banco, aprestándose a conminarle por tercera o cuarta vez a que hiciera
frente al pago de la cuota de la hipoteca. La ira le embargaba al comprobar
como aquel mismo sujeto, que tan amable y atento le trataba de usted cuando en
la cuenta no había números rojos, ahora le requería con modales toscos, amenazándole
incluso con iniciar pronto un procedimiento de embargo. Eran ya tres las cuotas
no atendidas, y la dificultad de la situación, había agriado su carácter,
alterado su tensión arterial, y afectado a su relación de pareja, haciendo la
convivencia en casa algo casi insoportable.
Pero no, no
era el del banco. Quien le llamaba decía llamarse Emilio, sin más y había
tenido conocimiento de su persona en una montería de alto copete celebrada en
una finca de la provincia de Jaén, hacía casi dos años atrás. Eulalio la
recordaba perfectamente; a ella había acudido mucha gente famosa, incluido un
ministro al que precisamente le costó el cargo asistir a aquella batida sin
tener en regla su licencia de caza.
Escueto en
su mensaje, le citaba a las siete de la tarde en la recepción del Hotel Villa
Magna; una vez allí ya le darían más instrucciones.
Aquello
sonaba a encargo de calado. Mientras sacaba excitado su traje azul marino del
armario, al que no se le iba el olor de las bolitas de alcanfor para que no se
apolillase, su mente vagaba tratando de imaginar qué tipo de encargo le harían.
Tal vez se tratase de algún animal exótico, un tigre o un oso, o quizá le presentaran una pieza de
dimensiones grandes, un toro o un elefante, el sueño de todo taxidermista.
No quería
llegar tarde. Salió con tiempo de casa y el metro le dejo cerca de su destino,
media hora antes. Dio un pequeño paseo hasta el hotel para preparar mentalmente
sus posibles respuestas en la entrevista. A las siete menos cinco estaba
sentado en uno de los sofás de cuero enfrente de la recepción, mirando a un lado
y a otro, tratando de descubrir que aspecto tendría el tal Emilio.
No le hizo
esperar. Puntual se presentó delante de él un señor mayor, de unos sesenta
años, vestido con un chándal verde oscuro. Tras darle la mano le pidió que le
acompañara a los ascensores, la entrevista se celebraría en la habitación donde
se hospedaba su jefe. Subían al piso octavo, cuando notaron como un extraño olor iba expandiéndose
por el entorno, sin saber muy bien a qué podría obedecer; un pequeño hilo en
forma de humo blanco que entraba por la rendija inferior de la puerta, les
anticipó lo que encontrarían al llegar a su destino.
Eulalio notó
como de repente se aceleraron sus pulsaciones. Un sudor incontrolable a
chorros, corría por sus sienes, donde los latidos de su corazón repicaban como
martillazos. Mientras su compañero del chándal verde salía disparado hacia las
escaleras de emergencia, caminando a cuatro patas para evitar ahogarse con el
humo blanco que comenzaba a expandirse; él ni siquiera llegó a salir, fue poco
a poco escurriéndose apoyado de espaldas contra la pared de aquel habitáculo. Su
cara era la viva imagen del horror. Intentando insuflarse aire, se desanudaba
desesperadamente el nudo de la corbata y su boca hacía por introducirse aire en
unos pulmones que creía faltos de oxígeno. Por su cabeza pasaban como en una
película, recuerdos del incendio en la casa del pueblo, que la redujo a
cenizas; desde entonces quedó grabado en su memoria una imagen: la de su padre
intentando abrir una puerta atascada, mientras una traviesa de madera ardía
como una tea sobre sus cabezas. Si hubiera tardado unos segundos más habría
caído sobre ellos, quien sabe si matándolos. Aquel percance quedó enterrado en
la memoria del niño de seis años que era entonces, alimentando así un pavor
enfermizo hacia el fuego, el humo y las llamas.
Un cuadro
eléctrico de la octava planta sufrió un pequeño incendio, más aparatoso que
grave, por culpa del denso humo que unos cables quemados provocaron. Sofocado
casi al instante, hubiera quedado en una anécdota si las asistencias no hubieran
tenido que atender a una persona que encontraron tirada en el suelo de un
elevador, sin pulso. Había sufrido un infarto. Con suerte consiguieron
reanimarlo. Aquel encargo que iba a salvar su maltrecha economía solo le trajo un
accidente coronario grave que lo convirtió en una persona enferma e invalida;
nunca más volvió a tener el pulso necesario para manejar el escalpelo con que
cortaba la piel de sus piezas a embalsamar.
A veces
Eulalio sueña con aquella tarde y con su misterioso cliente, al que nunca
conoció ni del que supo su identidad. Recuerda lo que se dijo antes de entrar
al establecimiento: - Este seguro, es un encargo que me cambiará la vida-. No
se imaginaba en aquel momento, cómo de premonitorias serían aquellas palabras.
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