Motivación existencial

Ricón para pequeñas reflexiones ahora que las puestas de sol se ven desde los cuarenta...
por Dondo Moreno




viernes, 28 de julio de 2017

Un regalo muy dulce


  Recuerdo cuando me llamó mi padre a su despacho. Andaba atareado con sus cosas de profesor, como siempre. Cuando me dijo que como regalo por haber aprobado me llevaría con él a Madrid, me fui corriendo a buscar a mamá para decírselo. Recuerdo el abrazo que los dos nos dimos en la cocina. Ella también estaba muy contenta.

  Las diez horas del viaje en tren nos dieron para mucho. Yo me entretenía viendo los paisajes del campo y de los sitios por donde pasábamos. Mientras papá leía unos papeles, mamá me hablaba de un mercado que se montaba en la calle los domingos, donde podría uno encontrar cualquier cosa que quisiese.  

  -Quiero un coche de bomberos, me dije, o no, mejor un balón Tango del mundial ochenta y dos. O, no mejor…- 

 En esas estaba cuando llegamos a la estación de tren. No había visto tanta gente junta en mi vida, ¿De dónde salían?, Fueras por donde fueras siempre había gente por todas partes, en la calle, en los bares, ¿No trabajaban, no tenían casa? Hoy que lo recuerdo me río, porque a pesar de llevar casi veinticinco años viviendo en Madrid, aún sigue persistiendo en mi esa sensación de aglomeración, de exceso, de agobio, y eso que entonces no me subí a un coche…

 Mientras papá trabajaba, mamá me llevó al Museo del Prado, al Parque del Retiro, de tiendas por la Gran Vía... Por alguna razón esas no eran las tiendas que yo quería ver. Mi cabeza seguía pensando en el domingo y en ir a comprar a ese mercado callejero que tanto excitaba mi imaginación.

 Llegó el gran día y me faltó tiempo para ducharme y vestirme. Casi me atraganto en la cafetería del hotel con el cola cao que por más que lo intentaba no bajaba en el vaso.

 Cuando ya salimos afuera, al poco de ir caminando, mi padre me dijo que cerrara los ojos, que tenía una sorpresa; no podía ni imaginarme que me llevaría a aquella tienda. Recuerdo que me quedé alelado delante de ese escaparate, lleno hasta las topes de golosinas; cuando entré la cosa fue a peor y fui incapaz de articular palabra alguna mientras el empleado que me atendía me hablaba preguntándome qué me gustaba y metía en una bolsa toda clase de chuches. Aquella fue la primera vez que fui a Caramelos Paco

 Es curioso. De aquel día solo recuerdo la moneda de veinticinco pesetas que me dio mi madre y cómo en aquella bolsa de plástico caían los dulces uno detrás de otro, tantos que aún llevaba caramelos encima cuando cogimos el tren de vuelta a Santiago.

 Hoy es domingo y estoy en el acuario con mi hijo de apenas cuatro años, viendo a los peces y como abren la boca para coger aire y alimentarse;  seguramente esa misma boca se me quedó a mi cuando abrí los ojos y vi aquel océano de dulce que en vez de peces, estaba lleno de golosinas.

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